PERFECCIÓN //

EL FIN DEL MUNDO
transcrito por sidonie



Tally intentó gritar, pero una mano le tapaba la boca con firmeza.

Tuvo el impulso de defenderse con los puños en la penumbra, pero el instinto le dijo que no lo hiciera, pues intuía que era Andrew quien le sujetaba. Lo olía. Después de dormir dos noches a su lado, reconocía su olor inconscientemente.

Al ver que se relajaba, Andrew la soltó.

“¿Qué pasa?” preguntó Tally.

“Intrusos. Suficientes para hacer una hoguera.”

Tally se quedó extrañada al oír aquel comentario, pero tras cavilar unos instantes asintió. Dada la enemistad que enfrentaba a unos y otros, solo una numerosa partida de hombres armados se atrevería a hacer una hoguera lejos de la protección de su pueblo.

Tally olió el aire cargado de humo y detectó el olor a carne asada. Del exterior le llegó un ruido de voces estridentes en plena conversación. Debían de haber acampado después de que Tally y Andrew se acostaran, y ahora estarían preparando el desayuno.

“¿Y qué hacemos?”

“Tú quédate aquí. Yo voy a ver si pillo a uno solo.”

“¿Que vas a hacer qué?” dijo Tally entre dientes.

Andrew desenfundó el cuchillo de su padre.

“Esta es mi oportunidad de ajustar una cuenta pendiente.”

“¿Una cuenta pendiente?” susurró Tally. “¡Te matarán! Como tú mismo has dicho, deben de ser muchos.”

Andrew frunció el ceño.

“Solamente cogeré a uno que esté solo. No soy tonto.”

“¡Olvídalo!” Tally lo agarró de la muñeca. Andrew intentó soltarse, pero su fuerza física no podía compararse con la potencia muscular de Tally después de la operación.

Andrew la fulminó con la mirada.

“Si peleamos, nos oirán,” le dijo en voz alta.

“No me digas. ¡Chist!”

“¡Suéltame!” exclamó él, alzando la voz de nuevo.

Tally se dio cuenta de que Andrew no tendría reparo en gritar si le parecía necesario. El honor le obligaba a dar caza al enemigo, aunque con ello pusiera sus vidas en peligro. Naturalmente, lo más probable era que los intrusos no hicieran daño a Tally cuando vieran su hermoso rostro, pero a Andrew seguro que lo matarían si los cogían, lo que ocurriría si él no se callaba. Tally no tuvo más remedio que soltarle la muñeca.

Andrew se volvió sin decir ni una sola palabra y salió de la cueva a gatas, cuchillo en mano.

Tally se quedó sentada en la penumbra, atónita, reviviendo en su mente la pelea que acababan de tener. ¿Qué podría haber dicho para disuadirle? ¿Qué argumentos susurrados podrían contener una enemistad mortal de décadas? No había nada que hacer.

Tal vez se tratara de algo más profundo. Tally recordó de nuevo su conversación con la doctora Cable, que afirmaba que los seres humanos siempre redescubrían la guerra y acababan convirtiéndose en oxidados, lo que lo hacía de ellos una plaga planetaria, supieran o no lo que era un planeta. ¿Y qué cura había para ello, salvo la operación?

Quizás los especiales estuvieran en lo cierto.

Tally se quedó agazapada en la cueva, abatida y muerta de sed y hambre. El pellejo donde Andrew transportaba el agua estaba vacío, y no podía hacer nada excepto esperar a que él volviera. A no ser que no volviera.

¿Cómo podía haberla dejado allí sin más?

Claro que Andrew había tenido que dejar a su propio padre tirado en un arroyo de aguas frías, lesionado y condenado a una muerte segura. Probablemente, cualquiera quisiera venganza después de pasar por un trance como aquel. Pero Andrew no iba en busca de los hombres que habían asesinado a su padre; simplemente iba a matar a un desconocido al azar… cualquiera valdría. No tenía ningún sentido.

El olor a comida fue disipándose. Tally se arrastró hasta la entrada de la cueva, pero no oyó ningún ruido procedente del campamento de los intrusos, sólo el viento que mecía las hojas.

Y entonces vio venir a alguien entre los árboles…

Era Andrew. Iba cubierto de barro, como si se hubiera arrastrado por el fango hasta la cintura, pero el cuchillo que sujetaba con fuerza parecía limpio. Tally no vio rastros de sangre en sus manos. A medida que Andrew se acercaba, Tally observó con alivio que su rostro reflejaba decepción.

“¿No ha habido suerte?” preguntó.

Andrew negó con la cabeza.

“Mi padre aún no ha sido vengado.”

“Mala suerte. Pongámonos en marcha.”

Andrew frunció el ceño.

“¿Sin desayunar?”

Tally puso mala cara. Hacía tan solo unos instantes, Andrew no pensaba más que en coger desprevenido a un desconocido cualquiera y matarlo, ahora tenía la expresión de un niño pequeño al que le hubieran quitado de las manos el helado que tantas ganas tenía de saborear.

“No hay tiempo para desayunar,” respondió Tally, y se cargó la mochila a cuestas. “¿Por dónde se va al fin del mundo?”


Caminaron en silencio hasta bien pasado el mediodía, cuando las tripas de Tally comenzaron a gruñir de tal modo que tuvieron que parar. La joven preparó VerdArroz para ambos, pues no le apetecía un plato con sabor a seudocarne.

Andrew se comportó como un cachorro deseoso de agradar, animándose a intentar comer con palillos y haciendo bromas sobre su torpeza. Pero Tally se veía incapaz de sonreír. Seguía sintiéndose presa del frío que se le había metido en el cuerpo mientras Andrew estaba fuera buscando venganza.

Naturalmente, no era del todo justo que estuviera disgustada con Andrew. Seguro que él no entendía la aversión de Tally a un asesinato arbitrario. El ciclo de la venganza había formado parte de su vida preoxidada desde pequeño, como dormir en una choza con veinte personas o talar árboles. No veía nada de malo en ello, del mismo modo que tampoco entendía por qué le daba asco a Tally la zanja que utilizaban como letrina.

Tally era distinta de todos aquellos aldeanos, lo que demostraba que el ser humano había cambiado al menos hasta ese punto en el transcurso de la historia. Quizá hubiera esperanza después de todo.

Pero no le apetecía mucho hablar de ello con Andrew, ni tampoco dedicarle siquiera una sonrisa.

“¿Y qué hay más allá del fin del mundo?” preguntó finalmente.

“Nada,” respondió Andrew, encogiéndose de hombros.

“Algo habrá.”

“Ahí se acaba el mundo.”

“¿Has estado allí?”

“Pues claro. Todos los muchachos van un año antes de hacerse hombres.”

Tally frunció el ceño… otro club exclusivamente para chicos.

“¿Y cómo es? ¿Es un río grande? ¿Una especie de acantilado?”

Andrew negó con la cabeza.

“No. Es como el bosque, como cualquier otro lugar. Pero no se puede seguir avanzando. Hay unos hombrecillos que te impiden pasar de allí.”

“Con que unos hombrecillos, ¿eh?” Tally recordó un viejo mapa que había en la pared de la biblioteca de su colegio de imperfectos, con la leyenda << Tierra de dragones>> escrita con letras floreadas que ocupaban los espacios en blanco. Puede que aquel fin del mundo no fuera más que la frontera que tenían los aldeanos en su mapa mental del mundo y que les impedía ver más allá, como les ocurría con su necesidad de venganza. “Pues yo si que pasaré.”

Andrew volvió a encogerse de hombros.

“Tú eres un dios.”

“Sí, así es. ¿A cuánto estamos de allí?”

Andrew alzó la vista hacia el sol.

“Llegaremos antes de que anochezca.”

“Bien.” Tally no quería pasar otra fría noche acurrucada junto a Andrew Simpson Smith si podía evitarlo.


En las siguientes horas no vieron más indicios de intrusos, pero el silencio se había instalado entre ellos como un acompañante más del viaje. Incluso después de que Tally decidiera que ya no estaba enfadada con Andrew, estuvo caminando durante kilómetros y kilómetros sin pronunciar una sola palabra. Andrew parecía abatido por su silencio, o quizá seguía deprimido por no haber logrado vengar a su padre aquella mañana.

Un mal día de principio a fin.

A última hora de la tarde, cuando las sombras que proyectaban sus cuerpos habían comenzado a verse más alargadas, Andrew le dijo:

“Ya estamos cerca.”

Tally se detuvo para tomar agua mientras escudriñaban el horizonte. Lo que tenía delante no le parecía distinto a cualquier otra zona del bosque que hubiera visto hasta entonces. Quizás los árboles eran un poco más delgados, y los claros más extensos y casi desprovistos de hierba a causa del frío cada vez más intenso del invierno. Pero desde luego aquel lugar no se correspondía con la idea que podía tener cualquiera del fin del mundo.

Andrew aminoró el paso a medida que avanzaban, como si buscara señales entre los árboles. De vez en cuando miraba los montes que se extendían a lo lejos, para localizar puntos de referencia en el horizonte. Finalmente se detuvo y se quedó mirando el bosque con los ojos muy abiertos.

Tally enfocó entonces la vista y vio algo colgando de un árbol. Parecía un muñeco, un monigote hecho de ramitas y flores secas del tamaño de un puño que se mecía con el viento, como una personilla danzante. A lo lejos vio más figuras como aquella.

Tally no pudo menos que sonreír.

“¿Así que estos son los hombrecillos?”

“Sí.”

“¿Y este es tu fin del mundo?” Para ella era más de lo mismo, una extensión de densa maleza y árboles llena de aves que graznaban.

“No es mío, es el fin del mundo sin más. Nadie ha pasado nunca de aquí.”

“Ya, claro.” Tally sacudió la cabeza. Probablemente aquellos muñecos delimitaran el territorio de la tribu que poblaba la zona colindante. Tally reparó en un pájaro que había cerca de uno de ellos y que lo miraba con curiosidad, preguntándose seguramente si sería comestible.

La joven suspiró y se colocó bien la mochila en el hombro antes de echarse a andar con aire resuelto hacia el siguiente muñeco. Andrew no la siguió, pero lo haría en cuanto viera refutadas sus supersticiones. Tally recordaba que siglos atrás los marineros tenían miedo de adentrarse en el mar, porque pensaban que tarde o temprano caerían por el borde del océano. Hasta que alguien lo intentó y resultó que allende los mares había más continentes.

Por otro lado, quizá fuera mejor que Andrew no la siguiera. Lo último que necesitaba era un compañero de viaje empeñado en vengar a su padre a toda costa. No cabía duda de que los que vivían más allá del fin del mundo no habían tenido nada que ver con su muerte, pero a Andrew le vendría tan bien un intruso como otro.

A medida que avanzaba, Tally vio más muñecos. Cada pocos metros había uno colgado que señalaba algún tipo de frontera, a modo de adornos deformes para una fiesta al aire libre. Se fijó en que sus cabezas estaban inclinadas en ángulos curiosos, pues todos ellos pendían del cuello, con un cordel de bramante basto alrededor. Tally entendió que aquellos hombrecillos les parecieran espeluznantes a los aldeanos, y un lento escalofrío le recorrió la espalda…

El cosquilleo pasó entonces a su espalda.

Al principio, Tally creía que se le había dormido el brazo, pues sentía un hormigueo que le bajaba desde el hombro hasta la mano. Se colocó bien la mochila, tratando de reactivar la circulación, pero el cosquilleo persistía.

A los pocos pasos oyó un zumbido que parecía proceder de la propia tierra, con un tono tan grave que lo sintió en los huesos. El ruido le atravesó la piel y el mundo tembló a su alrededor. La vista se le nubló, como si sus ojos vibraran en solidaridad con el sonido.

Tally dio otro paso al frente y el zumbido cobró intensidad, como si de repente tuviera en enjambre de insectos en la cabeza.

Allí pasaba algo muy raro.

Tally intentó dar media vuelta, pero sintió como si los músculos se le hubieran derretido. De repente notó la mochila llena de piedras, y el suelo hecho papilla bajo sus pies. Logró retroceder un paso tambaleándose, y el sonido perdió intensidad a medida que se retiraba.

Al alzar una mano a la altura de su rostro la vio temblar; tal vez le hubiera vuelto la fiebre.

¿O sería aquel lugar?

Tally alargó aún más el brazo y notó que las vibraciones se incrementaban en la yema de sus dedos, produciéndose un picor como el de una quemadura de sol mal curada. El propio aire zumbaba, con un sonido que aumentaba de intensidad cuanto más acercaba la mano a los muñecos. Sentía como si aquellas figuras repelieran su piel.

Apretando los dientes, dio un desafiante paso adelante, pero el zumbido le retumbó en la cabeza, nublándole la vista de nuevo. La garganta se le cerró al intentar tomar aire, como si el ambiente estuviera demasiado electrificado.

Tally se alejó de los muñecos con paso tambaleante y cayó al suelo de rodillas una vez que el sonido se hubo atenuado. Aún sentía un cosquilleo en la piel, como si tuviera una plaga de hormigas bajo la ropa. Intentó moverse, pero el cuerpo no le respondió.

Entonces olió de nuevo a Andrew. Sus fuertes manos la levantaron del duelo, y a medida que la alejaba de la línea de muñecos, medio a cuestas medio a rastras, el cúmulo de sensaciones fue perdiendo intensidad.

Tally sacudió la cabeza, tratando de ahuyentar las vibraciones que retumbaban en su interior. El cuerpo entero le temblaba.

“Ese zumbido, Andrew… Siento como si me hubiera tragado una colmena.”

Andrew asintió.

“Ya. Un zumbido como de abejas,” dijo Andrew mirándose las manos.

“¿Por qué no me lo advertiste?” le preguntó.

“Pero si ya lo hice. Te conté lo de los hombrecillos. Te dije que no podrías pasar.”

Tally frunció el ceño.

“Podrías haber sido más explícito.”

Andrew puso mala cara y se encogió de hombros.

“Es el fin del mundo. Siempre ha sido así. ¿Cómo es que no lo sabías?”

Tally dejó escapar un gruñido de frustración y suspiró. Levantando la mirada hacia la figurilla que tenía más cerca, reparó finalmente en un detalle que antes se le había escapado por alto. Aunque parecía estar hecha de ramitas y flores secas, es decir, de materiales naturales, no presentaban signos de deterioro. Todos los muñecos que Tally tenía a la vista parecían nuevos, no como objetos hechos a mano que hubieran estado colgados durante días bajo una lluvia torrencial. A menos que alguien los hubiera cambiado uno a uno desde los aguaceros, todos ellos estaban hechos de algo más resistente que un puñado de ramitas.

De algo como el plástico, por ejemplo.

Y en su interior llevaban algo mucho más sofisticado, un sistema de seguridad lo bastante potente para paralizar a un ser humano, pero lo bastante ingenioso para no dañar las aves ni los árboles. Algo que atacaba el sistema nervioso humano, trazando una frontera infranqueable en torno al mundo de los aldeanos.

Tally entendió entonces la razón por la que los especiales les permitían existir. No se trataba simplemente de un puñado de personas que vivían en plena naturaleza; aquella gente formaba parte del proyecto antropológico de alguien. Aquello era… ¿cómo lo habían llamado los oxidados?

Era una reserva.

Y Tally estaba atrapada en su interior.

Publicar un comentario

  © Diseño LuxLune by JenV 2010

Back to TOP